gabriel valansi

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Una arqueología del futuro


Ana María Battistozzi

Plaquetas. Piezas de computadora, para componer el paisaje fantasmal de una ciudad deshabitada como lava atómica. La ciudad negra de Valansi se extiende por el lobby del edificio. Se la puede mirar desde lo alto con un visor.



Un magma oscuro ha irrumpido en el reluciente lobby de la Torre YPF, en Puerto Madero, como una lengua que en su recorrido deja al descubierto los restos de un enigmático pasado. Próxima a esa forma inquietante, una torre de metal curiosamente retorcida desliza, junto a una montaña de desechos tecnológicos, la hipótesis de una catástrofe. La idea de una arqueología del futuro en el caso –no remoto– de que la cultura que habitamos colapsara en el momento menos pensado, es algo que ronda la cabeza de Gabriel Valansi desde hace tiempo. Los equilibrios precarios que sostienen nuestra presunta seguridad planetaria han sido en gran medida la base de sus cavilaciones. Imaginar cómo podrían ser interpretados los índices de nuestra cultura en un futuro es un ejercicio inevitable de la conciencia crítica del artista, que lo llevó a plasmar el tipo de ocupación que ahora realiza.
Concebida según el formato site-specific , su obra implica una articulación y un desarrollo a partir del espacio que la acoge. Allí compone una vasta escena a partir de varios núcleos de sentido: la inmensa torre retorcida a la que aludíamos, que en verdad reproduce un cartel publicitario como los que se disponen a los costados de las rutas; la gran lengua oscura que se extiende ante el espectador como una ciudad erosionada que emerge del pasado, la montaña de rezagos tecnológicos y un video que funciona como registro de ese supuesto hallazgo arqueológico.
"No cualquier obra puede dialogar con este espacio que es una torre de un edificio corporativo", explica Valansi. Y su reflexión no remite sólo a las características del edificio que responde puntualmente a la tipología de arquitectura corporativa, sino a que la obra de algún modo opera también como crítica del sistema que encarnan las corporaciones y desde la revolución industrial no ha dejado de expandirse sin atender consecuencias La intervención de Valansi se llama "Babel" en asociación con el pasaje del Génesis. Y surge a partir de que justamente tiene lugar en una torre, la más alta de Puerto Madero. La relación trae a escena la historia de una ambición desmedida, plasmada en una ciudad y una torre que aspiró llegar al cielo y el castigo que Dios infligió a esa desmesura. Hay un punto en el que la historia de Babel refiere no sólo al castigo de multiplicar lenguas sino a la condena de la incomunicación entre los hombres. "Si Dios lanzó esa amenaza ante la construcción de Babel, qué tipo de castigo podría caer sobre una civilización que construye tantas torres como ésta", se interroga el artista, cuya obra desde fines de los 90 no ha cesado de internarse en el imaginario y la tecnología de la guerra. Parte de su obra reciente tiene que ver con la documentación sobre Hiroshima y Nagasaki.
Es desde ese imaginario que la hipótesis de un castigo como hecatombe nuclear toma forma en esos restos arqueológicos presentados como una ciudad desaparecida. Una ciudad que articulan cientos de plaquetas de computadora extendidas a lo largo de 25 metros en el lobby del edificio, como una lava atómica que curiosamente puede ser vista desde un mirador con un visor panorámico. Pero esas plaquetas guardan la memoria de lo que fue ingresado en algún momento en esas computadoras. Es decir que además es una ciudad de memorias y lo que allí yace es el residuo de una civilización acabada. "Cuando empecé a trabajar con esto –cuenta Valansi– no podía dejar de pensar en la visualidad que podía asumir esa energía ominosa que percibo en mi obra". Y la verdad es que el conjunto no deja de ser escalofriante; un llamado de atención sobre la indeclinable confianza depositada en la tecnología.
En ese sentido la mirada del artista es profundamente escéptica. El conocimiento del origen bélico de muchas de las tecnologías que manejamos, no le permite una actitud distinta. "Hay una energía ominosa –dice– que bien puede estar en el interior de la tecnología doméstica. Dentro de una batidora una procesadora o una licuadora. No es necesario desarmar una bomba atómica para encontrarla. La tecnología es un espejo del hombre y lo inquietante es que esa energía oscura se refleja hasta en lo aparentemente más inocente", sostiene.
Parte de ese paisaje, pensado en función de una arqueología del futuro capaz de deducir a partir de un puñado de datos la lógica de nuestra civilización, es la enorme torre derrumbada en la que dramáticamente reverbera el Monumento a la III Internacional de Tatlin, símbolo de una utopía tecnológica no realizada. Más dramático aún es que tal asociación pueda establecerse a partir de un enorme cartel publicitario que ha sido sometido a la fuerza de un viento nuclear. Luego está la montaña de teclas; cantidades de residuos electrónicos que el artista quiso conservar sucios, con las huellas del uso. En esa montaña de residuos para él están también los sueños y cantidad de proyectos superpuestos.
Y detrás de esta obra surgen otras cuestiones, relativas a los sistemas de producción del arte contemporáneo, que muestran como éste refleja y se sirve del estadio de la producción actual en un sentido más general. Por caso, en el uso de simuladores para comprobar la resistencia de los materiales que intervinieron en el cartel tumbado o en el trabajo en equipo que apela al manejo de distintas competencias y deja atrás la idea de artista que produce en la soledad de su estudio.